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Orgo-Life the new way to the future Advertising by AdpathwayA pesar de que en años recientes se ha registrado una disminución relativa en el número de homicidios dolosos en México —equivalente a cerca del 20% desde el pico de 2019 y 2020—, la geografía de la violencia en el país se mantiene prácticamente inalterada. Estados como Guanajuato, Jalisco, Chihuahua, Baja California y, nuevamente, Sinaloa figuran entre las entidades con mayores niveles de violencia armada, desapariciones forzadas, masacres y presencia activa de cárteles del crimen organizado. Este fenómeno revela un entramado de causas estructurales, siendo una de ellas la colusión entre actores estatales y criminales, así como en la profunda debilidad institucional del nivel de gobierno donde más se necesita la presencia del Estado: el municipio.
El retorno de Sinaloa como uno de los estados más violentos del país no puede analizarse al margen de la división interna del denominado Cártel de Sinaloa, así como de las disputas territoriales con el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). La persistencia de estas entidades en los primeros lugares de homicidios dolosos responde no sólo a la capacidad de fuego de estas organizaciones, sino también a su poder de infiltración en los gobiernos locales. Desde esa perspectiva debe entenderse que la violencia es síntoma, no causa, de la consolidación de estos poderes paralelos.
La corrupción de las estructuras gubernamentales ha dejado de ser una sospecha generalizada para convertirse en un hecho comprobado judicialmente. En los últimos años, diversos exgobernadores han sido procesados por crímenes graves y otros han sufrido atentados que les han costado la vida, como ha ocurrido en Colima y en el propio estado de Jalisco. El caso más reciente de posibles actos de corrupción del exgobernador de Guanajuato y la cancelación de la visa estadunidense a la gobernadora en funciones de Baja California se suman a la lista. Este patrón muestra cómo la colusión criminal no sólo ocurre en los niveles medios o bajos del poder político, sino que alcanza a los más altos cargos de representación y decisión pública, llegando asimismo a integrantes de congresos locales e incluso del Congreso federal.
Lo anterior revela igualmente una contradicción histórica que sigue siendo uno de los ejes estructurales de la crisis de la seguridad pública en México: la ficción del federalismo frente a la realidad del presidencialismo centralista. Aunque el artículo 115 de la Constitución establece que el municipio libre es la base de la organización política y administrativa del país, en la práctica, los municipios dependen casi completamente de los recursos, decisiones y políticas del gobierno federal y de los estados. La escasa recaudación propia, la insuficiencia de policías locales capacitados, la falta de capacidades técnicas y la subordinación de facto a estructuras clientelares hacen de los municipios el eslabón más débil —y, al mismo tiempo, el más disputado— del sistema político mexicano.
Esa debilidad estructural ha sido aprovechada por los cárteles para instaurar gobiernos paralelos o directamente cooptar a presidentes municipales, directores de seguridad pública y cuerpos policiales. En numerosos municipios, las autoridades formales no sólo son incapaces de hacer valer el Estado de derecho, sino que en muchos casos actúan como operadores del crimen organizado.
Así, la crisis de seguridad no puede entenderse exclusivamente como una cuestión de combate al crimen, sino como de gobernabilidad democrática. La violencia es la manifestación visible de un orden territorial fragmentado, donde la soberanía del Estado ha sido disputada y, en muchos casos, sustituida por redes criminales con control social, económico y político.
Mientras no se reforme de fondo la relación entre los tres niveles de gobierno, fortaleciendo las capacidades municipales, fiscalizando con rigor el ejercicio del poder local y frenando el pacto de impunidad que permite la supervivencia del crimen en las estructuras de gobierno, cualquier reducción de homicidios será frágil, parcial y fácilmente reversible.
La construcción de paz en México exige mucho más que presencia militar o aumento de penas: requiere transformar las condiciones institucionales que permiten que el crimen organizado se vuelva, de facto, sustituto del gobierno en amplios territorios.